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Dicen los que saben, que el arte moderno no se puede entender en otro contexto que no sea el del invento de la cámara de fotos. Pintar ya no puede ser lo mismo desde que una maquinita reproduce tan fielmente la realidad. El arte no volverá a ser la imitación del entorno y a partir de ahora, mirar un cuadro sin saber la historia que lo motivó no dice nada, sólo vacío.

 

Cuando el turista desinformado se pasea por un museo de pinturas premodernas, su desconocimiento se puede suplir fácilmente por el gusto de contemplar, por el sentido de la estética que, aunque intangible y susceptible, es común a todos.

 

Pero el arte moderno es otra cosa. Por eso, tiene menos sentido pasear por las salas de la Tate si no se sabe el debate que hay entorno a los cuadros de Mark Rothko. Rothko era un artista tan celoso de sus cuadros que nadie podía verlos hasta que no estuvieran acabados. Los mismo pasó con los murales que se exponen ahora en la Tate. Cuando los terminó, los donó a la galería y después, se suicidó.

 

Podría ser la historia de cualquier artista excéntrico si no fuera porque las únicas protagonistas de sus cuadros son unas franjas, ¿horizontales o verticales?. Nadie lo sabe. Rothko empaquetó los cuadros y los envió, pero ni una consigna sobre su colocación. Se llevó el secreto consigo. Así que sus cuadros tan pronto están del derecho como del revés, dependiendo de los directores de la Galaría. Nadie tiene más razón que el otro.

 

 

Esto es la intangibilidad y el arte de vender experiencias, lo que ni se toca ni se ve con solo mirar.